Valentina

On enero 9, 2014 by La Quinta Pata

Piernas de árbol

Cuando me preguntan desde hace cuánto tiempo vivo en Barcelona, siempre tengo que parar un momento, cerrar los ojos, ir atrás en mi cabeza y luego contestar: – Algo así como 5 o 6 años. Nunca me acuerdo.
Ha pasado tiempo, y yo con los números soy muy mala. Han pasado muchos encuentros y demasiadas despedidas, pero sí que me acuerdo que llegué en invierno, un enero lleno de sol donde me sorprendió ver gente bañarse en el mar.
Llegué con una beca por la cual había postulado sin mucha convicción, y me puso frente a la decisión de tener que dejar en una semana mi querida Bologna, que me había adoptado por 7 u 8 años. Me mudé a una ciudad donde había estado unos años atrás, durante pocos días con 10 euros y una mochilla, gracias a un autostop de último minuto desde Toulouse.
En ese entonces Barcelona no me había sorprendido particularmente. No era una de los sitios donde hubiera querido vivir, me la acordaba sin identidad, caótica, con un olor feo, calles demasiado grandes, muchos coches y edificios disonantes uno al lado del otro. Me parecía un lugar que pudiera estar en cualquier parte del mundo.
A pesar de esto, no lo pensé ni un momento, preparé mi mochilla y aterricé aquí. En Barcelona echaba de menos a las callecitas románicas de Bologna, sus arcos y plazas, su arquitectura armoniosa, los edificios antiguos bajo la lluvia, mi bicicleta. Es que no me gustaba tener que caminar en el medio de tanta gente en las calles del centro y menos aún la idea de tener que pasar tiempo bajo la tierra para ir de un sitio a otro.
Muy poco a poco me he enamorado de esta ciudad, cada mes de cada año, -que siempre tenía que ser el último- porque Barcelona es una ciudad de paso. Sin embargo, me he enamorado cada día más, gracias también a la decisión de abandonar el metro y comprar una bici, y sobre todo al hecho de vivir, por primera vez en mi vida, al lado del mar.
Con el tiempo, he aprendido a apreciar su identidad variada y peculiar, a encontrar romántico este olor de especias, sudor, lejía y a veces a mar que inunda mis narices por la mañana. Y aunque sigua muy atenta de que todas mis cosas caben en una mochilla, nunca tomé la decisión de quedarme, porque el mundo es muy grande y yo muy inquieta. Tal vez porque no sabría en qué otro lugar vivir, tal vez porque me cuesta dejar todo y empezar una vez más, o porque aquí puedo tirarme al mar cuando tengo una hora libre, luego pedalear hasta el parque Ciutadella y practicar Yoga ¿En qué otra ciudad podría hacer algo así?
El verano pasado quedé asombrada cuando volví de Italia, y desde la ventanilla del avión vi el puerto y me dije: “¡Por fin casa!”

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