Pablo

On enero 9, 2014 by La Quinta Pata

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Experiencia barceloní

Mi mirada está fija en un techo muy alto, las sábanas revueltas casi envuelven mi cuerpo,

cuando pongo mis pies en el suelo siento el frío antiguo y floreado que emiten las baldosas

típicas de l’Eixample. Es la primera vez que estoy en Barcelona y poseo un entusiasmo

desbordado producido por el subidón que produce un enamoramiento. Había venido de

visita, pero casi sin darme cuenta, se convirtió en un lugar de raíces y emblemas . Como

vengo de un lugar donde las noches estaban aderezadas por ladridos de perros, olor a leña

quemada e infinitas estrellas, nunca acepté de buena gana el ruido metálico que expulsaba

la calle Lepanto. En contra partida, ante mis ventanas, se imponían de manera impudorosa

la torres talladas a mano de la Sagrada Familia. La vi tantas veces y de todas las maneras:

en madrugadas desveladas y durante comidas alegres, mientras llovía y mientras nos

abrazábamos, cuando me derretía de tristeza o cuando me embriagaba de felicidad, mientras

fumaba y durante mis plegarias. Fue una escenografía de lujo para nuestras vivencias.

Y, a pesar de mis ínfulas o quizás justamente por ellas, la ciudad fue bastante puta conmigo.

Un espejismo encantador, misterioso y añejo que siempre pedía algo a cambio. La poderosa

energía que fluía entre sus calles vibraba bajo cada uno de mis pasos. Yo la seguía hacia el

conocimiento, la confusión y el desquicio. La seguía por sus estrechos vericuetos modernistas

y entre su fauna de gabinete de curiosidades. La seguí arduamente hasta que me encontré

conmigo mismo y, entonces, lloré sin consuelo. Un día, sin darme cuenta, aprendí a vivir con

ella, con sus promesas, sus delirios y sus cafeterías de ensueño. No recuerdo exactamente

cuando fue, pero aquel día abracé mi soledad barceloní con templanza y con un ligero sabor

a bocata de jamón de serrano. La abracé entre sus ramblas, sus culés y sus ‘si us plaus’. La

abracé respirando profundamente su cielo azul y sus noches centellantes en el Parque Güell.

Me dejé llevar por la arena de la Barcelonate y, con velocidades lentas y obturadores abiertas,

enfoqué mejor mis deseos.

La abracé y ella me abrazó. Desde entonces me convertí en un anónimo ciudadano más de

esta ciudad. Que toma el metro con prisas, que se queja del tiempo y de la política, que lee

La Vanguardia los domingos y se levanta de mala gana los lunes. Que se siente cálidamente

cobijado por la familia y rabiosamente agradecido por los fines de semana de playa.

Mi mirada mira se fija en la silueta de su dorso, como lo viene haciendo desde hace años.

Y como desde hace años, me digo a mi mismo que debería traer la cámara, pero siempre

desisto, nunca he querido perderme ni un instante de ese momento. Respiro y me dejo

acariciar. Respiro y vuelvo a respirar. Respiro y vuelta a empezar.

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