Elisa

On enero 9, 2014 by La Quinta Pata

RETORNO

Todo da vueltas en mi cabeza en esta posición acurrucada en la que debo mantener los brazos en alto. Sostener las sábanas sin que rocen el cuerpo y cubriéndome absolutamente es un requisito indispensable para jugar. No sé porqué. Arrastrándome con la ayuda de las piernas sobre mi espalda por el colchón encuentro la posición adecuada. Estoy lista. Debo cuidar que no penetre ni un hilo de luz para evitar cualquier mínimo contacto visual con el exterior. De lo contrario, no se podrá emprender el viaje, quedaré en tierra y, si esto sucede, luego no tendré nada que contar o tendré que inventar sobre lo inventado. La competición consiste en tener el mejor cuento para narrar después de transportarse a un viaje inolvidable.
Tenía cuatro o cinco años…quizás más. Todavía compartíamos habitación con mi hermano Alfonso que es un año mayor que yo. Cada uno tomaba posición en las camas ubicadas estratégicamente una al lado de la otra. Desde allí, desde estos vehículos, nuestros viajes duraban unos pocos segundos. Antes de caer en el sueño profundo, nos contábamos dónde habíamos estado, qué experiencias habíamos tenido y, con lujo de detalles, cómo era la ciudad visitada esa noche. Creo que fue por esta época que pensé todas las ciudades del mundo con curiosidad y con una especie de extraña cercanía. Ya mayor me agrada creer que, por ello, la primera vez que estuve en la Plaza Catalunya sentí una felicidad similar a la que experimentaba sobre el colchón de mis transportaciones cotidianas de infancia.
Así fui construyendo mi libro de viajes en las invernales noches de un pueblo del Sur. A medida que inventábamos ciudades y calles, edificios y parques, aeropuertos y barcos, ríos y mares, yo iba trazando el mapa de un universo que, para entonces, ya tenía la imperiosa necesidad de ordenar.
Un día mamá nos contó que un artista llamado Joaquín Torres García fabricaba juguetes de madera. Yo tuve un muñeco de madera pintada que copiaba el estilo. Lo hacían los presos del Penal de Libertad para nosotros, los niños. Mucho tiempo después me di cuenta que casi todo cuanto me rodeaba tenía un aire a la Escuela del Sur: las rejas de los portales de jardines y puertas de algunas casas, los murales en las Escuelas públicas o en los edificios de oficinas, los cuadros, las láminas, los adornos en las casas, las escenografías, los juguetes para armar y, por supuesto, los muñecos de madera pintada. Líneas, formas y colores de un entorno que identificaban una estética.
No sé qué fin llevó mi muñeco. Se perdió tal vez. Me gustaría recuperarlo, tenerlo conmigo hoy. Si ahora los viera, si los tuviera en mis manos un instante, tal vez como Proust -no dudo- sería capaz de experimentar sensaciones maravillosas. Tal vez, recuperaría lo que el terrible efecto del tiempo arrebata al sesgar la realidad para hacerla Literatura. Quizás, nuevamente entre mis dedos, mi muñeco pintado de rojo, azul y negro vuelva a tomar vida. Recorro los tramos de su geometría con los ojos cerrados. Me voy fundiendo en la madera y viajo hacia él. Soy el muñeco que se extravió tal vez en una maleta cualquiera que viaja por un mapa al revés. Atravieso esa geografía de derecha a izquierda, de abajo hacia arriba, según los puntos cardinales de Torres García. En cuestión de segundos veo el paisaje de Los Andes, giro hacia El Amazonas, el Ecuador abajo… En la vuelta “como maleta de loco” por cintas de aeropuertos, coches en autopistas, barcos en mares, vagones por rieles en montañas, canastos de bicicletas, patinetas. Cada parada del viaje es un descanso para mirar la distancia al horizonte y continuar, no sin antes dejar una piedrita en el camino. Aprieto con fuerza mis manos mientras sostienen en alto unas sábanas. Me acurruco en mi colchón. Mi cuerpo es otro. Invento lazos, creo puentes, trazo líneas. Vuelvo a decir hasta la vuelta, cuidate, te escribiré, hablamos por Skype y retorno al viaje.

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